La imagen jaula
EditorialEl escritor e investigador Aarón Rodríguez Serrano aborda en este texto para el catálogo de Curtocircuíto 2018 las claves del cine de Ulrich Seidl, desde sus encuadres hasta su posicionamiento con respecto a las personas que filma.
A menudo sigo sorprendiéndome ante los encuadres de Ulrich Seidl. De hecho, cuando tengo la ocasión de volver a ver sus películas en formato doméstico muchas veces no puedo evitar pausar la imagen, demorarme en la manera en la que sus habitaciones se convierten en jaulas. Es una cuestión que tiene que ver con la propia disposición de la forma fílmica: empequeñecer el cuerpo de sus actores, mantener una distancia gélida, desmontar cualquier tipo de elemento melodramático. Película tras película, como si fuera una suerte de proceso personal, asistimos a un constante ajuste de cuentas con el cine y con el mundo. Un mundo que su cámara a veces parece no sentir el menor deseo por sublimar, sino antes bien, al que se acerca entre la vergüenza y la ironía para encapsular a sus protagonistas hasta reducir sus gestos y sus sufrimientos al fascinante gesto del microscopio.
Ciertamente, no faltarán voces que reprochen a Seidl su proyecto radicalmente antihumanista. No podemos culpar a nadie por seguir persiguiendo la vieja idea platónica de que únicamente en la belleza –en este caso, de la imagen- se despliega de alguna manera la idea del bien. Muy al contrario, el cine de Seidl demuestra explícitamente lo contrario. Sus encuadres están primorosamente planificados, respetan con la mayor fiereza las proporciones derivadas de la perspectiva renacentista, se despliegan en torno al número áureo y sin embargo, es precisamente allí donde fluyen y se confunden las pulsiones y los afectos. Nada tan contradictorio, y por ello, nada tan fascinante: en el férreo control de los elementos –allí donde se explicita que hay una mirada que se niega a cambiar de plano- es precisamente donde estalla un horror tan desmesurado que no sabemos si reír a carcajadas o abandonar la sala profundamente horrorizados. Tanto da. Las películas de Seidl nos repiten una y otra vez que, por mucho que nos neguemos a mirar, su contenido se seguirá desplegando interminablemente.
Tomemos un simple ejemplo. Las confesiones desmesuradas de Jesus, you know (Jesus, Du weisst, 2003) sitúan por lo general el punto de vista de la cámara en una distancia a medio camino entre el altar y el rostro del creyente. Gracias al uso de grandes angulares las líneas del templo se expanden salvajemente y el cuerpo que se confiesa queda reducido casi a una anécdota visual, una mancha emborronada en el paisaje teológico. No sabemos si Seidl pretende que imaginemos la perspectiva de un Dios indiferente ante las brutalidades verbalizadas de la conducta humana o si, por el contrario, se complace en erosionar esa vieja idea, tan propia de la ideología plástica renacentista, que situaba al hombre como motor y justificación de la creación. Quizá su cámara sea capaz de decir ambas cosas a la vez – la pregunta es: ¿somos nosotros capaces de leerlas en la profundidad abrasiva que nos requieren? No habrá, en cualquier caso, modificación de escala o de angulación de la cámara. No habrá respiro, ni un reencuadre que permita que escapemos ante la desigualdad espacio/cuerpo-palabra. El tiempo fílmico se expandirá insoportablemente hasta que no tengamos más remedio que desgarrarnos contra la fiereza compositiva del director.
Cualquiera de las películas que componen la exquisita selección que ha preparado Curtocircuito repetirá una y otra vez esta misma idea. Verán que no hay arrepentimiento alguno en la mostración de los cuerpos no normativos, que no hay sensualidad sino aplastante genitalidad y perversión, que a veces sentirán una lástima extraordinaria por sus protagonistas pero el director, como si se tratara de un prestidigitador, trocará sus concepciones morales en un truco de magia inexplicable. La empatía es, quizá, el gran enemigo del cine de Ulrich Seidl y verán cómo se la combate con todas las herramientas narratológicas posibles: chistes de pincelada gruesa, frivolización de las buenas costumbres y las catástrofes históricas, demolición de los subterfugios con los que nos alimenta el marco capitalista neoliberal –la unificación salvaje de las veraneantes y la descripción de los intercambios sexuales de Paraíso: amor (Paradise: Love, 2012) es, probablemente, una de las cimas (horrendas) del cine europeo contemporáneo. Así, si se dejan seducir y provocar por el cine de Seidl, sin duda estarán un paso más cerca de comprender los tapices y las ilusiones con las que vamos rodeando día a día nuestro cuerpo, nuestra relación con los demás y, por supuesto, nuestra propia percepción del acontecimiento cinematográfico. Como suele ocurrir con los grandes textos, no les puedo prometer que sea una experiencia fácil ni agradable. Quizá tampoco sea necesario: basta con saber que se pueden construir imágenes para demoler, con pulso firme y decidido, los lugares en los que llevamos siglos colocando la verdad.